El
mar ya no es el mismo...
Como citadino que soy y
viviendo siempre relativamente retirado de la costa, desde muy pequeño mis
viajes a la playa se han limitado a tres o cuatro veces por año con estancias
que en el mejor de los casos nunca superaron las dos semanas en la temporada de
verano.
Es
quizá por eso que el mar siempre fue para mi un amigo al que se añora y solo
en pocas ocasiones se le puede visitar.
La
fascinación que ejerce el mar tiene que ver con su grandeza y la sensación de
infinito que produce. Esa escasa comprensión que del infinito tenemos la mayoría
de los seres humanos. La fusión de azules en el horizonte de día y de negro
por la noche; mar y cielo juntos en su inmensidad.
Para
mí el mar ejerce una doble fascinación, desde... aquella noche.
Era
viernes. Habíamos decidido pasar un fin de semana en la playa más cercana a
nuestra ciudad, aproximadamente a tres horas de camino por carretera. Pasé por
ti a tu oficina y tomamos camino.
En
el trayecto, siendo de noche y manejando a alta velocidad, me conformé con
platicar y mirarte de reojo. Estabas bellísima. En tu rostro se notaba un tanto
el cansancio de una semana agitada y sin embargo irradiabas felicidad. Sé que
eres feliz estando conmigo, pero cada vez que tenemos oportunidad de compartir
un fin de semana, tu felicidad es manifiesta, al igual que la mía. Retirados de
la ciudad en un lugar en donde no tenemos que ocultarnos, que podemos ser tú y
yo, sin que nada más nos importe.
Llegamos
a Manzanillo y de inmediato nos dirigimos al hotel en que teníamos
reservaciones. Un lugar pequeño, bastante íntimo, con una playa de suave arena
y un mar un tanto bravío. El reventar de las olas produce un murmullo que se
alcanza a oír en la habitación y se convierte en música de fondo para el amor
o en suave arrullo para el descanso.
Una
vez instalados, salimos a cenar y después a escuchar música y a bailar. Tu
llevabas aquel vestido que yo mismo escogí, de manta, blanco, muy mexicano, ceñido
en la cintura resaltando tu precioso y opulento busto y tus bien formadas
caderas, largo hasta las pantorrillas. Siempre me ha gustado verte de blanco.
Creo que ese color va muy bien con tu dorada cabellera de tonos de sol en el
ocaso, tu nívea piel, contrastando con el rojo vivo de tus labios. Una
combinación excitante, una escultura de mármol viviente, incrustada de oro,
plata y rubí. Aparecías a la vista de todos como una diosa. Las miradas
masculinas se posaban en ti, produciéndome sentimientos encontrados, esa
jactancia del hombre que luce su bien más preciado, y a la vez esos celos que
conoces muy bien y que en ocasiones exagero. Sentimientos muy chauvinistas, no
lo niego.
Mientras
el grupo musical dejaba en el aire un collar de notas suaves y acariciantes, me
dedique a oírte, a verte, admirarte... a adorarte.
Bebimos algunas copas.
Como de costumbre moderadamente, pero suficiente para que el calorcillo
producido por el etílico brebaje hiciera desear más tu cercanía.
Nos
levantamos a bailar y al deslizarnos suavemente por esa pista a media luz, tu
mejilla apoyada en la mía, sintiendo tu respiración tan cerca, mis manos en tu
cintura, tu pecho contra mi pecho, mi excitación no tardó en aparecer. Te bese
larga y profundamente. No somos dados a dar espectáculo público por lo que
decidimos pagar la cuenta y salir del lugar.
Ya
en el automóvil y camino al hotel, mi mano derecha comenzó a acariciar tu
muslo sobre el vestido para después hábilmente subirlo hasta dejar a la vista
esas fuertes pero a la vez delicadas y bien torneadas columnas. Mi mano continuó
acariciando tu suave piel, subiendo hasta el centro de tu feminidad, permitiéndome
sentir tu humedad.
Tu
respiración se hizo más profunda. Retiré mi mano para llevar mis dedos a la
boca y gustar de tu sabor íntimo, lo que de inmediato produjo una descarga eléctrica
en todo mi ser. En ese momento llegamos al hotel. Rápidamente descendí del
auto y rodeándolo abrí tu puerta para ayudarte a descender. Me urgía llegar a
la habitación. Te conduje a ella tomada de la cintura mientras besaba tu
mejilla y tu cuello. No podía esperar más. Una vez dentro de la habitación,
me abalancé sobre ti, besándote, acariciándote, queriendo poseerte en ese
instante. Sin embargo tu respuesta no fue la que yo esperaba.
Apartándome
sutilmente y dándome un beso, me pediste que te llevara a dar un paseo por la
playa. Me pareció una buena idea. Caminar tu y yo en la madrugada solos por la
playa.
En
unos cuantos minutos ya estábamos sobre esa delicada arena de las playas de
Manzanillo, los pies descalzos, sintiendo la caricia del agua y la arena.
Caminamos algunas decenas de metros tomados de la cintura cuando de pronto te
detuviste parándote frente a mí. Tu hermosa faz estaba tenuemente iluminada
por la luna que a la vez se reflejaba en el mar como una rueda de plata que mágicamente
flotara sobre las olas. En esa penumbra, advertí tu mirada destellante de deseo
que nuevamente me prendió. Un beso húmedo, profundo, prolongado y mi excitación
llegaba al máximo.
Repentinamente
adoptaste un papel dominante, extraño en ti que normalmente disfrutas dejándote
llevar. Me tumbaste de espaldas sobre la arena y te abalanzaste sobre mí, besándome
con una combinación de ternura y deseo. Yo me sentí más enardecido que nunca,
acariciándote toda. Quería tomarte de la mano y llevarte rápidamente a la
habitación, para culminar este episodio, pero no me lo permitiste, manteniéndome
tendido boca arriba.
Con
las rodillas sobre la arena a ambos lados de mis piernas, luchaste con mi cinturón
y el botón de mi pantalón hasta lograr abrirlo y bajarlo un poco, lo
suficiente para dejar libre mi rejón de amor que se alzó apuntando al cielo.
Deslicé mis manos bajo tu vestido acariciando tus muslos y al colocarlas entre
ellos me percaté de que no llevabas ropa interior, todo lo tenías planeado. No
supe en que momento te deshiciste de ella. Con mucha suavidad tomaste mi ariete
que se encontraba próximo a estallar y lo condujiste hasta el fondo de tu ser
iniciando una cabalgata por arena, mar y cielo. Te abracé acercándote a mí
para conseguir besarte y deslizar mis labios por tu cuello. Bajé la parte
superior de tu vestido para encontrar esos pechos palpitantes de pezones erectos
que apuntaban hacia mí como diciéndome tú, si tú, tú eres la causa de
nuestra excitación. No pude resistirme de besar, mordisquear, succionar, lamer
con serpenteante lengua esos preciosos botones acusadores, procurando atender a
uno y a otro, intercambiando las caricias. A cada acción correspondías con un
suave gemido y una arremetida más sobre mi vientre.
En
los momentos culminantes, tal vez el mar, queriendo participar de nuestro frenesí,
o quizá Neptuno celoso de que un simple mortal como yo gozara de una deidad,
lanzó una ola sobre nosotros.
La
frescura del agua logró arrancar algo de la tibieza y el sudor de nuestros
cuerpos. Probablemente se llevó disuelta la quintaesencia de tus entrañas que
abundante ya se deslizaba hacia tus muslos y mi vientre... pero Neptuno no
consiguió disminuir nuestra pasión. Por el contrario, al sentir súbitamente
esa frescura de mar, el movimiento ondulante de nuestras caderas se hizo más
frenético hasta alcanzar un clímax que nos sacudió enteramente... Después un
fuerte abrazo, un dulce beso y... una carcajada al ver el lamentable estado de
nuestras ropas mojadas y llenas de arena.
Compusimos
nuestras ropas y abrazados nos dirigimos a nuestra habitación, para coronar la
madrugada con otro encuentro amoroso, antes de dormir arrullados por el murmullo
de olas reventando.
Pues sí... desde aquella noche el mar ya no es igual. Si le percibes con todos tus
sentidos te darás cuenta que aun conserva la tibieza que arrancó de tu cuerpo
excitado. El sabor salado del sudor que febrilmente destilabas por cada poro. Desde esa noche adquirió la
profundidad de tu mirada y en la espuma de las olas la blancura de tu piel. En
la brisa que se levanta con el viento de la tarde se percibe el delicado perfume
que robó al diluir ese exquisito néctar derramado por tu pasión. En las
puestas de sol, ese abanico de dorados que resplandece en tu cabello. Pero al caer la noche,
la música de olas que revientan envuelve el eco de aquellos suspiros y gemidos de
placer.
Gracias
a ti, el mar ahora ejerce sobre mí esa doble fascinación. Ya no es solo la
inmensidad la que me atrae. Ahora sé que tu vives en el mar y que estás
presente en cada una de las gotas de agua que lo integran. Ahora meterme al mar
es recordar aquella noche... Es otra forma de hacer el amor contigo.
Quique Gavilán